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Vieja Nueva Estampa
Ahí
está. La cabeza sobre el pliegue de la falda; testigo de mis idas y
venidas. Siempre en el mismo ángulo como una bola, acurrucada. No conoce
las noches ni los días, los meses, las semanas: Se detiene el tiempo y
le arrastra la vida. Tez morena, nariz afilada, ojos verdes como el oro
de mi tierra. A penas puedo contemplar su rostro cuando de nuevo baja su
mirada. Allí ha encontrado refugio en lo más íntimo de su falda. Algún
día tengo que tocar ese tejido confidente y compañero, aliado del pasado
enmarañado de recuerdos. Con qué rapidez pasa el tiempo cuando mira
atrás y pone nombre a esas caras tan queridas y entrañables. Parece como
si fuera ayer, incluso, ahora mismo. Levanta su mano para acariciarlas.
La realidad le devuelve a la conocida estampa. Atrás quedaron sudores,
amarguras, sueños y desencantos. Su tierra, su gente y su pasado de
añoranzas. Es entonces cuando contemplo su mirada. El brillo en sus
ojos, algún secreto de ayer con el que jugaba y soñaba. Y la ilusión le
devuelve la vida arrastrada. Qué suerte la mía. Aprovecho el minuto
fugaz que me regala. Y me pregunto por qué llegó a adueñarse del ángulo
que no conoce de días, meses y semanas. No se sabe. Una de esas
historias que abundan en la nada de una tierra rica y tan tristemente
explotada. Sacó su pequeño hato y emprendió el vuelo, como tantos otros,
sin rumbo, ni horizontes ni dinero. Qué tristeza levantarse cada día
sin las caras de la gente amada; sin el blanco de las paredes encaladas;
sin el calor que a su piel alimentaba. Y se detiene: tanto esfuerzo y
sacrificio sin recompensa pagada. María baja su mirada.
Toca tierra y mira a los que pasan. Todos corren y con prisas bajan. El
rutinario trasiego de la vida misma al pie de su falda. Cuántos pasos ha
contado desde su rincón acurrucada. Pasos que marcan la soledad de su
mirada. Rostros desconocidos que la interpelan desde el anonimato. Y no
se cansa. Es el vaivén de las olas de su tierra. En la arena van
quedando esas pisadas marcadas. El mar las arrastra, las borra sin
piedad. Pero ahí quedan, en lo profundo de su alma. No sabe quién es el
que pasa. Se turnan. Un niño,un joven, una anciana. Es lo mismo. El que
trabaja, la que estudia o el que canta. Todos bajan y descienden a lo
profundo de la mísera entraña. Allí se encuentran con las prisas, el
agobio y las tardanzas. Nadie habla y se cruzan las miradas. Es el mundo
de abajo. Otro mundo, otra estampa. Y una imagen solidaria. Todos
esperando, en la misma barca. Puertos buscados o encontrados, alguna vez
deseados. Ella mientras tanto, sigue arriba como una bola, ajena a lo
que pasa. No conoce el trasiego allá donde ya no llega su mirada. No
sabe lo que por allá abajo pasa. Se ha extendido una línea entre dos
mundos. Son dos abismos diferentes el de arriba y el de abajo. Una línea
que marca y que se pacta. Nada es gratis. Ella también paga: en su
mundo no hay agobio ni trasiego ni tardanza. Su vida resulta de un estar
ahí acurrucada. Una y otra vez cuenta. Cuántos pasos, cuántas miradas.
Cuántas historias y todas calladas. Un suspiro, toma aire, ahí está: una
sonrisa amable y cercana. Y el deseo de que vuelva mañana. María baja
de nuevo su mirada.
Y mi testigo calla. Y calla cuando observa a los que surgen de la
entraña. Y de nuevo la estampa. Rostros y pasos y huellas y miradas.
Todos suben sacudiéndose el lastre de la nada. Abajo quedan el agobio,
las prisas y la barca. Aromas inconfundibles que dejan su huella
cansada. La vida misma al pie de su falda. La lucha continua por encima
de la ralla. No hay línea en tierra llana. Se sabe alma gemela, los
mismos deseos, las mismas esperanzas y el paso del tiempo que borra y no
perdona. Qué diferente se contempla todo desde arriba, a pesar de estar
en un rincón parada. La tierra, el sol, los árboles, la casa encalada
que en su imaginación se estampa. Y sin prisas. Ella no sabe lo que es
el tiempo, se ha parado su reloj y su vida transcurre marcada por el
trasiego de los que suben y bajan. Un lugar privilegiado desde el que
contempla el vaivén de las olas. Se aproxima a la orilla y a las huellas
de sus propias pisadas. Sabe que esa estación no es nueva. La eligió
desde su llegada. Allí se atrincheró con la esperanza puesta en su
mañana. Con la mirada de ilusión de quien se levanta y comienza, una
senda, un camino, una etapa. No pretende cambiar de vía. Allí arriba. Un
lugar céntrico. Su falda vuela con la brisa que mece suavemente su
orilla. Hace frío. Al menos lo siente. Las estaciones también vuelan. Y
sus huesos se resienten. Pronto empezará el invierno. Los cartones, las
castañas, las bufandas y el abrigo. María suspira. Está en el centro.
Una ciudad inmensa e infinita. Su historia, su presente y lo que queda
por vivir corre la misma suerte que el lugar que la acogió y la mimó
durante tantos años. Por hoy lo deja. Mañana estará de nuevo ahí
atrincherada en el rincón de Sevilla. María levanta la cabeza y busca
con su mirada un apoyo, una mano amiga. Se descubre de nuevo sola. El
nombre de la estación la acompaña. Y guarda en su memoria la estampa: el
metro de Madrid. Regresa a casa, las luces de la ciudad le orientan.
María levanta su mirada.
[VOLVER]
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